Creo que
Karen Blixen se hubiera sentido mínimamente orgullosa si hubiera estado allí. O
tal vez no. Pero puede que sí. Lo que es seguro es que, hoy, si leyera este
inicio, me diría que no es un arranque propio del mejor cuento. Así que
empezaré de nuevo para la satisfacción de Karen y por mi propia evolución. En el
interior del bosque había más de cien caminos que daban a lugares diferentes.
Uno, sólo uno de ellos, concluía en una cascada decorada con helechos, plantas
medicinales, cantos rodados y cientos de piedras de gran tamaño que habían sido
horadadas por el fluir constante del agua a lo largo de la vida. Allí, de
pronto, el maestro se paró. “Quizás este sea un buen lugar para que reúnas a tu
público”, me dijo. Y sonrió. La emoción, o tal vez los nervios, corrían por mis
venas como el aire por los recovecos que las ramas de los tejos dejaban entre
sí. Ellos, el grupo, se sentaron alrededor, eligiendo cada uno una piedra en la
que acomodarse. “Bueno, vamos allá”, me dije. Miré a lo alto, quizás buscando
un Dios que me echara una mano para hilar, con acierto, las palabras de un
cuento improvisado que se había convertido en mi ejercicio particular para
aprender que uno debe dedicarse con alegría a aquello que sabe hacer. También
miré allá, a lo alto, intentando contagiarme de la ligereza que demostraba
el águila que visualicé en la
meditación. “A las cinco de la mañana Maiko salió de su casa, ubicada en una
estrecha y pequeña calle del centro de Kyoto. A esa hora, sólo se escuchaban
los pasos de quienes acudían a alguno de los templos de la ciudad, y se
percibía la discreta presencia de algunas mujeres que abandonaban las casas de
Geishas. Un oficio al que se había dedicado su abuela y también su madre. A lo
lejos, en el silencio de la noche, un discreto fluir de agua se convertía en el
sonido melódico que dejaba el río tras de sí. Cuando salió y cerró la puerta,
Maiko deslizó un dedo sobre la superficie lisa y pulida de la puerta de la
fachada. En ese instante se preguntó si aquella madera provenía de bosques
cercanos o lejanos. A esa misma hora, aunque con bastante diferencia horaria
con respecto a su país, un grupo de diez personas se adentraban en el bosque en
un pequeño rincón de una pequeña zona de un pequeño país de Europa. Caminando
entre senderos, esquivando baches y sorteando arroyos aprendían a ser ellos
mismos mientras abrazaban y acariciaban la superficie, a veces lisa y pulida, de algunos árboles con los que conseguían sentir alegría y felicidad”Di el cuento por
terminado, con las prisas que el miedo impone para acabar. Y ellos, al unísono,
aplaudieron. Me sentí satisfecha. No sé si más o menos de lo que se hubiera
sentido Karen Blixen, pero confirmé que cada persona ha de dedicarse a aquello
para lo que Dios la creó. Ni más ni menos. Y tal vez, sólo tal vez, el de
Arriba quiso que yo aprendiera a hilar palabras para contar historias, a veces,
incluso, improvisadas. Algunas con tintes inocentes, casi infantiles. Y otras
con un mensaje más profundo, casi escrito por la mano de Dios. Aprendí, entre
chopos y fresnos que, como los árboles, yo pertenezco al mundo de la
comunicación y que, como ellos, soy una mensajera con la misión
de poner en contacto a las criaturas con el Creador.