LA MEJOR VERSIÓN DE UNA MISMA

Bosque. Valle de Laciana. León. Copyright foto: Teresa Morales

Creo que Karen Blixen se hubiera sentido mínimamente orgullosa si hubiera estado allí. O tal vez no. Pero puede que sí. Lo que es seguro es que, hoy, si leyera este inicio, me diría que no es un arranque propio del mejor cuento. Así que empezaré de nuevo para la satisfacción de Karen y por mi propia evolución. En el interior del bosque había más de cien caminos que daban a lugares diferentes. Uno, sólo uno de ellos, concluía en una cascada decorada con helechos, plantas medicinales, cantos rodados y cientos de piedras de gran tamaño que habían sido horadadas por el fluir constante del agua a lo largo de la vida. Allí, de pronto, el maestro se paró. “Quizás este sea un buen lugar para que reúnas a tu público”, me dijo. Y sonrió. La emoción, o tal vez los nervios, corrían por mis venas como el aire por los recovecos que las ramas de los tejos dejaban entre sí. Ellos, el grupo, se sentaron alrededor, eligiendo cada uno una piedra en la que acomodarse. “Bueno, vamos allá”, me dije. Miré a lo alto, quizás buscando un Dios que me echara una mano para hilar, con acierto, las palabras de un cuento improvisado que se había convertido en mi ejercicio particular para aprender que uno debe dedicarse con alegría a aquello que sabe hacer. También miré allá, a lo alto, intentando contagiarme de la ligereza que demostraba el  águila que visualicé en la meditación. “A las cinco de la mañana Maiko salió de su casa, ubicada en una estrecha y pequeña calle del centro de Kyoto. A esa hora, sólo se escuchaban los pasos de quienes acudían a alguno de los templos de la ciudad, y se percibía la discreta presencia de algunas mujeres que abandonaban las casas de Geishas. Un oficio al que se había dedicado su abuela y también su madre. A lo lejos, en el silencio de la noche, un discreto fluir de agua se convertía en el sonido melódico que dejaba el río tras de sí. Cuando salió y cerró la puerta, Maiko deslizó un dedo sobre la superficie lisa y pulida de la puerta de la fachada. En ese instante se preguntó si aquella madera provenía de bosques cercanos o lejanos. A esa misma hora, aunque con bastante diferencia horaria con respecto a su país, un grupo de diez personas se adentraban en el bosque en un pequeño rincón de una pequeña zona de un pequeño país de Europa. Caminando entre senderos, esquivando baches y sorteando arroyos aprendían a ser ellos mismos mientras abrazaban y acariciaban la superficie, a veces lisa y pulida, de algunos árboles con los que conseguían sentir alegría y felicidad”Di el cuento por terminado, con las prisas que el miedo impone para acabar. Y ellos, al unísono, aplaudieron. Me sentí satisfecha. No sé si más o menos de lo que se hubiera sentido Karen Blixen, pero confirmé que cada persona ha de dedicarse a aquello para lo que Dios la creó. Ni más ni menos. Y tal vez, sólo tal vez, el de Arriba quiso que yo aprendiera a hilar palabras para contar historias, a veces, incluso, improvisadas. Algunas con tintes inocentes, casi infantiles. Y otras con un mensaje más profundo, casi escrito por la mano de Dios. Aprendí, entre chopos y fresnos que, como los árboles, yo pertenezco al mundo de la comunicación y que, como ellos, soy una mensajera con la misión de poner en contacto a las criaturas con el Creador.