Tener sobre la mesa del escritorio a la sensual Madame Ira Perrot, y al mismísimo Adi Buddha parece, a priori, algo tan desconcertante como absurdo. Sin embargo, hay en estas dos figuras un no sé qué de belleza que me embrujan. A la primera, podría definirla como una mujer sensible, a juzgar por esas calas que porta entre los brazos. Humilde, por esa mirada algo retraída y tímida. Y bella de una forma inherente a su propio ser. Seguramente nació así: elegante y bella. Y no tuvo que hacer nada más que posar, tal y como Dios la concibió (eso sí, vestida) ante los atentos ojos de esa artista por la que siempre he sentido cierta predilección: Tamara de Lempicka.
Del segundo puedo decir que su serenidad me conquista. Y su pose sosegada, pero activa en su meditación, me invita a conseguir ciertos estados de gracia. O, al menos, soñar que yo, como esta deidad, podría llegar a tenerlos. Adi Buddha es una figura misteriosa para mí pues, según la tradición mahayana es el Buda que nació Buda. Un ser iluminado ya desde su nacimiento. Mientras observo esa actitud vital de reposo y acción superior a todas las cosas terrenales, reflexiono acerca de esa cualidad que se le atribuye: el que no tiene principio, ni final. Una característica que me recuerda ese famoso símbolo del Ouroboros que representa el ciclo eterno de las cosas. Así que, entre las deidades y las musas, hoy voy a apostar por esos valores recogidos en los seis paramitas budistas: la generosidad, la honestidad, la paciencia, el esfuerzo, la contemplación y la sabiduría, como mis recursos y herramientas para llegar a otros estados más nobles desde los que disfrutar y enriquecer la vida.