SIMILARES, PERO NO IGUALES

Torres Garisenda y Asinelli. Bologna. Copyright foto: Teresa Morales

Conocí a la escritora Sandra Petrignani en una tarde lluviosa de febrero, a orillas del Tiber. Ella sólo sabe que me vio y me saludó. Es pequeña y discreta. Con un aura mágico y muy espiritual que despierta la curiosidad. Después, indagando en su vida y descubriendo sus periplos por el oriente del nirvana, se entiende su pasión por lo místico y por esos personajes que, inconformistas con lo que vivían, exploraron nuevos mundos o… los crearon. Karen Blixen, aquella memorable escritora que nos dejó una novela mágica que acabó siendo un film clásico, Memorias de Africa, tuvo que abandonar su amada Kenia porque las plantaciones de café a las que dedicó gran parte de su vida se hundieron y acabaron en quiebra. Su gran pasión, el aventurero Denys Finch Hatton, aquel que le hacía soñar despierta, murió en un accidente de avioneta. Sin dinero y sin amor, regresó a su Dinamarca natal. Fue entonces cuando, resignada, pero seguramente agradecida, volcó su tiempo y su creatividad en escribir historias que acabaron siendo best-sellers. Su nombre hasta fue elegido para denominar un asteroide, el 3318 para ser exacta. Si yo quisiera que bautizaran a una estrella con mi nombre, tal vez le asociaría el número del pin que tengo en los móviles y en las contraseñas de los correos electrónicos porque, para mi desgracia, es el que mejor tengo memorizado. O bien le pondría el 101210 porque es el que he asociado a la historia de la familia Piella. Nobles de la Emilia Romagna que acabaron construyendo una torre en el centro de una ciudad porticada. Su apellido hoy hace referencia a una calle estrecha y hasta sucia que tiene un ventanuco abierto a un canal que evoca los ritmos acuosos de la vecina Venezia. A dos pasos de allí, la familia Pasotti regenta una trattoria casi escondida en la oscuridad de un soportal. Un rincón que en los días de invierno, fríos y de cielo raso, acoge historias de encuentros inesperados y reencuentros inexplicables al calor de unos tortellini in brodo y al sabor de un par de vasos de grappa. Tortellini que no probé y grappa que no caté, pero esta es otra historia.

Explica la Petrignani en su delicioso y muy recomendable libro, La escritora vive aquí (Ed. Siruela), que cuando Blixen era niña le contaban un cuento que trazaba en el tiempo un dibujo que se iba configurando poco a poco ante su mirada, a medida que se desarrollaba la historia: Una noche, decía la historia, un hombre se despertó por un ruido tremendo. Salió y fue a ver qué había pasado pero, como estaba oscuro, le ocurrió de todo: se cayó en un estanque, tropezó, se equivocó de camino, se cayó tres veces en un foso y por fin regresó. Al final, siguiendo todos sus pasos, la pluma dejaba en la hoja el dibujo de una cigüeña. Era una cigüeña que el hombre, a la mañana siguiente, divisaba cuando se asomaba a la ventana. Así es el destino de las personas: un ir y venir cansino e insensato hasta que, al final, se desvela la imagen global, la imagen coherente de todo lo que ha sido su vida.

Tal vez, en algún punto de la galaxia, el asteroide 3318 y el 101210 se encuentren, en un momento tiempo-espacial ilimitado, a orillas de un universo que, a modo de guionista, procede paso a paso a colocarnos a cada uno en el renglón exacto de la historia. El punto coherente de lo que es la vida. Supongo. O, mejor dicho, quiero creer.