EL MISMO DÍA DEL MISMO MES


Detalle. Ho Chi Ming City. Copyright foto: Teresa Morales


Ding Thi Thuy es el nombre de una joven que creció en los alrededores de Doan Xá, una comuna relativamente cerca de la ciudad industrial de Hai Phong, al norte de Vietnam. Tiene la mirada escurridiza, pero curiosa. Y unas manos ágiles y nerviosas, cuyos dedos no paran de moverse, haciendo, si se tercia, figuras de papiroflexia con el envoltorio de un bombón. Su familia era pobre e ingenua. Los padres, convencidos de que los miles de dólares que les pedían a cambio darían un futuro mejor a su hija, acabaron endeudándose para que la joven de apenas 20 años se casara, no por amor, evidentemente, sino por supervivencia, con un coreano rico que le daría pasión y, más allá de sentimentalismos, bienestar material. 
Ding Thi Thuy, convencida de que detrás de todo estaba la diosa fortuna, se sintió feliz. Casi tanto o más, cuando descubrió que ella y yo cumplíamos años el mismo día del mismo mes. Vio la fecha en mi documento de identidad y desde ese instante, se quedó a mi lado el resto del día, sonriéndome, esperándome cuando yo regresaba de una entrevista, observando todos mis gestos y gastándose todo su dinero en una mazorca de maíz que le compró a un vendedor ambulante para que yo pudiera entretener el estómago con algo. Su devoción ante una semejante de rasgos diferentes, pero de nacimiento similar en la conjunción astral, fue uno de los gestos que, aún hoy, desde el archivo del recuerdo me enternecen. Y, si me esfuerzo sólo un segundo, soy capaz de evocar de nuevo su sonrisa mientras el Mar de la China golpeaba la orilla en una playa desierta y extraña.
Yo no la hubiera conocido si a ella no la hubieran engañado. 
Se fue a Corea, sí, pero no hubo marido rico, ni suegros amables ni acogedores. En su lugar, encontró personas que secuestraron su pasaporte, la sometieron a trabajos esclavos y la aislaron para que no pudiera escaparse con el aparente objetivo (al menos habitual en ciertas práctica de aquellas tierras) de venderla como mercancía sexual.
Yo estaba ahí, al norte de Vietnam, a miles de kilómetros de mi casa, para conocer su historia y contarla. 
Su fe en una vida mejor y su buena estrella consiguieron que el tiempo acabara siendo sinónimo de libertad y liberación. Pero la cultura de su sociedad y la ignorancia la recluyeron en el peor de los castigos a su regreso: la deshonra personificada para el pueblo.
Hay historias tristes y otras alegres. Algunas, muy pocas, mezclan estos dos elementos de forma constante, en un ir y venir, a vueltas con lo dulce y lo amargo, depende de quien lo vea y de quien lo quiera entender. Y al final, no se sabe si lo mejor fue lo peor o viceversa. Sé que Ding Thi Thuy hoy lleva una vida aparentemente normal. O, al menos, esa era la historia que leí en su mirada cuando me despedí de ella en el bullicio de la sorprendente Hai Phong. Y espero, deseo, que nadie le haya cambiado el final o, al menos, el desarrollo apacible que le presagiaba.
Por desgracia, como ella hay millones de niñas en el mundo, adscritas, sin quererlo, a la categoría de no importantes para la sociedad, absolutamente invisibles. Pura mercancía. Lo que significa que ni sus sueños son de propiedad privada (la suya) ni mucho menos interesantes para el bien público. Y al final, parecen estar destinadas a convertir su existencia en una lucha personal por no desfallecer ante la desidia, las agresiones, la violencia o el olvido. Sirva este post como recordatorio, al menos personal, para hacer del aquí y ahora, un mundo más justo y más sensible, más acogedor y comprensivo, con todos, sí, y en especial con aquellos que naciendo en el seno de un entorno pobre e ingenuo han de lidiar con las amenazas de aquellos que viven sin escrúpulos ni corazón.