LA INCANDESCENCIA DE LO SAGRADO

Teresa Morales a los pies de Uluru. Copyright foto: Sonia Martínez

Catherine Freeman, de nacimiento también, Astrid Salome Freeman, es una mujer australiana de genética y rasgos aborígenes. Nació en Slade Point, muy cerca de las maravillosas Whitsunday Islands que presumen de tener la arena blanca más fina de todo el mundo. Y, a juzgar por lo que mis dedos tocaron, juraría que estos australianos no exageran. Freeman creció bajo la discriminación a la que le empujó su sangre primitiva y su religión. Sin embargo y a pesar de criarse en una familia poco estable, superó comentarios y acabó convirtiéndose en una mujer de éxito, mejor dicho, en una atleta de éxito. Quizás, sus ansias por escapar de las presiones sociales y avanzar deprisa hacia un futuro mejor, la convirtieron en la mejor velocista de los años 90. Fue campeona del mundo en 1997 y 1999 en los 400 metros. Y medalla de oro en las Olimpiadas de Sydney del año 2000 y en las de Atlanta de 1996. Se retiró, dicen, para dedicarse al cuidado de su marido, enfermo de cáncer y de quien, más tarde, se divorció. Más allá de las idas y venidas de su vida personal, comencé a admirar a Catherine a través de su libro Going Bush en el que describe, junto con otra australiana aborigen célebre, la actriz Deborah Mailman, las rutas indígenas de su país. Antes de comenzar el viaje, Cathy comenta que a su madre y a su abuela les prohibieron hablar su verdadera lengua denominada Kuku-yalanji, y, por eso, en su familia, se perdieron los recuerdos y las tradiciones dejando paso a la tristeza que supone perder el sentido de pertenecer a algo. En la zona de Uluru, las comunidades Pitjantjatjara y Yankunytjatjara, conocidas también como los Anangu, aún creen que ellas llevan habitando esa parte del planeta desde el tiempo de la creación, ni más ni menos que desde el preciso instante en el que Todo comenzó, y cuando el paisaje no estaba ocupado por humanos, sino por los seres ancestrales, como Kuniya (la mujer pitón) o Liru (la serpiente marrón). Los hombres y mujeres Anangu aún sienten y se creen descendientes directos de aquellos primeros habitantes, y en sus miradas esquivas y serias aún se puede ver un no sé qué de que ellos y tú, es decir, ellos y yo, no pertenecemos al mismo planeta ni, mucho menos, sabemos interpretar y respetar de una manera afín la incandescencia de lo sagrado que representa la ya de por sí fascinante existencia. Toda esta historia de aborígenes sólo por el mero placer que he sentido esta mañana al evocar un momento mágico en Uluru, cuando las últimas luces del día iluminan aquella mole rocosa conocida como el ombligo del mundo y el silencio del desierto cobra vida, envuelto en la textura de ese naranja y rojo inimitables. Definitivamente, hay que volver a Australia, pedir permiso a los Anangu o a cualquier otra comunidad aborigen para que nos dejen entrar en su territorio, tocar la tierra, buscar las raíces, observarlas y aprender de ellas. Y cuanto antes, porque es evidente de que aquí, en sus antípodas, hace tiempo que entre asfalto, crisis, especulación, guerras e individualismos hemos perdido el sentido de pertenecer verdaderamente a algo.