Let your life flow like water.
Melbourne. Copyright foto: Teresa Morales
Tengo una amiga que confiesa que la Organización (lo que algunos llaman Dios, otros universo y otra amiga más irónica y agnóstica denomina "el puto guionista”) tiene el plan personal de cada uno de nosotros absolutamente trazado y diseñado. "A veces nos empeñamos en tirar por un camino y creemos que es lineal. Cuando pasa el tiempo, te ves en el punto de partida. No sabes cómo, has ido a parar al mismo sitio en el que estabas, pero dando una vuelta… absurda" y sonríe mientras me lo explica, como si me estuviera diciendo “¡Lo ves, tonta!” o yo estuviera percibiendo, tal vez equivocadamente, cierto tono de sorna y guasa en sus palabras. Me desperté esta mañana con este recuerdo y, aún entre sueños, las primeras luces del día comenzaron a construir una historia en mi cabeza de un personaje que, como por arte de magia, apareció de improviso, me miró y se sentó en la butaca de mi habitación para contarme algo.
A través de la cerradura de la puerta de mi dormitorio, veía a mis padres, en una foto que les tomé el verano que vinieron a visitarme. Ella llevaba una gorra beige y él, una visera roja con publicidad de bebida alcohólica que me gané una noche en un bar de copas. Encima, un reloj de madera, con la esfera cuadrada, que compré en una tienda de objetos de decoración que hay en el centro. Cerca del bar donde muchas mañanas me paro a tomar el segundo café. No tiene números, pero tiene el dibujo de doce gatos. También se veía algunas figuritas de madera que tenía colocadas en la estantería, recuerdos de varios viajes, como la caja de nácar para mis sueños y un quemador de incienso. La primera noche que lo usé, la casa se llenó de un aroma a rosas que me recordaba el paseo que daba junto a mi abuela, al atardecer, a esa hora en la que las vecinas riegan sus pequeños jardines cuando el sol apenas calienta ya el pueblo y ellas están listas para coger la rebeca y salir a caminar y saludar.
Me pasaba horas y horas pegada a esa puerta, desde el interior de mi dormitorio, observando la escena gráfica de una parte de mi vida que, durante años, se fue construyendo en ese pedacito de pared del salón. Las tortugas me observaban desde el terrario, sin entender el objetivo de esa especie de juego del escondite entre mi yo y mi realidad.
El día que me llamaron para darme la noticia, me pasé toda la mañana ahí, sentada y observando, en busca de una respuesta o, más bien, en busca de una señal que me reconfortara y me dijera algo así como “Sí, ánimo, estás haciendo lo correcto”. Me hubiera llevado aquel diminuto espacio en la maleta, así, sin más. Hubiera cortado con una radial el rectángulo que hablaba de familia, esencias, infancia, recuerdos, tiempo, aficiones… y lo hubiera colocado tal cual entre mis camisetas, mis pantalones y mis sudaderas grises. Pero no fue posible. A cambio, la última tarde antes de irme, tuve que coger una por una todas mis pertenencias y meterlas por separado en varias cajas de cartón.
Al día siguiente me marché. Lo hice antes de que mi pareja volviera de vacaciones. Le dejé el piso con sus paredes vacías para que las decorara con su propia historia, y el ojo de la cerradura del dormitorio obstruido para que, a través del hueco, no pudiera recordar nada que tuviera que ver conmigo.
El tiempo pasó. De eso hace más de un año. Pasó hasta llegar a hoy. Sin saber cómo, aquí estoy. En el punto exacto en el que, creo, tenía que haber estado cuando la vida me dio la oportunidad de escoger y yo opté por el camino largo y circular. Pero hoy, vengo con la lección aprendida. Y con las experiencias vividas, arrancar de nuevo desde el punto de partida es más fácil y, sobre todo, más afín a lo auténtico que sé que hay dentro de mí.
Ganesh, mi gato, tiró el cubo de la basura y el ruido proveniente de la cocina me devolvió a la realidad. Evidentemente, no había nadie sentado. Salí de la cama y me dirigí hacia la puerta de mi habitación. Miré por la cerradura, intrigada por saber si descubriría algo nuevo y atisbé los mismo árboles del jardín que se ven por la ventana de la terraza y, algunos centímetros a la derecha, el dibujo de una camiseta enmarcada que dice Sometimes not being in control is the most beautiful in the world. Sentí que se me elevaba la ceja de asombro y una voz me susurraba con cierto tono de sorna y guasa “¡Lo ves, tonta!”