Bili Bidjocka nació en Camerún, un país en el que, imagino, muchas personas no saben escribir. Él tuvo más suerte y llegó a perfeccionar su escritura para dar rienda suelta a sus pensamientos y su creatividad. Se convirtió en un artista internacional, de los que acaban viviendo en Paris y firmando obras e instalaciones en ciudades emblemáticas y de prestigio como Nueva York, Londres, Tokyo, Venecia… No he visto personalmente ninguna de sus creaciones, pero confieso que ando intrigada con este proyecto, ya hecho realidad, que Bidjocka estableció con la casa Moleskine. La idea del camerunés fue crear ocho cuadernos gigantes y exponerlos públicamente en diferentes localidades del mundo para que la gente pudiera escribir en ellos, de puño y letra, sus propias historias. Artista y empresa acordaron que cada vez que uno se completara, lo cerrarían, colocarían debidamente la cinta elástica característica de los notebooks de la marca alrededor de las tapas, lo meterían en una cápsula del tiempo y lo esconderían en algún rincón para que, pasados unos años, cientos o miles, alguien o algo pudiera tener un referente de nuestra sociedad actual. Is handwriting still alive? Ese es el nombre del proyecto, la pregunta que se hace y con la que invita a todos los ciudadanos a dejar por escrito y a mano una parte de sus vidas, de su imaginación, de su pasado o presente, de lo más profundo de su ser, de su corazón y de su alma. Si yo viviera en Italia, a escasos cien kilómetros de distancia de Mantova, no me lo pensaría dos veces. Cogería el coche mañana mismo y llegaría hasta la iglesia de Santa Maria della Vittoria. Un templo que se construyó en 1496, por encargo del marqués Francesco Gonzaga, en agradecimiento a la victoria sobre las tropas francesas de Carlos VIII. Hoy, está desconsagrado y hasta el 11 de septiembre, acoge el misterio de las páginas en blanco del octavo y último Moleskine gigante en el que, quien quiera, puede plasmar su peculiar caligrafía. Tendría que contar una historia, por supuesto, o, al menos, un fragmento de ella. Yo echaría mano de la imaginación, evocaría olores, sensaciones y comenzaría así, adentrándome en, por ejemplo, la personalidad de una niña a la que pondría por nombre, Simoneta. Una mente brillante de por sí, capaz de ver y contar la vida de esta forma… Cuando yo tenía nueve años, Tristán era un niño inquieto de apenas dos. Tenía el pelo encrespado, de color naranja zanahoria, como las que el hortelano nos traía a casa todos los viernes. Mi hermano aprendió a caminar con sólo nueve meses pero no habló hasta que cumplió los tres. Yo le incitaba a que repitiera mi nombre y a que dijera papá. Pero él sonreía, nos miraba y callaba. Recuerdo cómo me agarraba el vestido de panel de abeja que una señora me regaló cuando mi madre murió. Yo subía la escalera hasta el desván de la casa que mi padre compró y que muchos en el pueblo llamaban de la Bruja por su aspecto y, sobre todo, por las leyendas que se contaban acerca de su primer propietario. Mi hermano me seguía, a la velocidad que sus piernas se lo permitían, dando traspiés, infatigable y sin rendirse, en silencio, con la piel blanquita y el pelo encendido, de un infinito gris sus ojos cuya mirada nunca llegué a descifrar. "Tristán, algún día te enseñaré a volar", le decía mientras desde el ventanuco de la torreta divisaba los vencejos que chillaban al atardecer. Pero el pequeño callaba y se agarraba a mí, feliz, como si supiera que a él le bastaba con estar ahí, sentado junto a mí mientras afuera las nubes pasaban, los árboles bailaban al son del viento, y la vida, en definitiva, giraba, y se transformaba en algo que no dependía de nosotros y en lo que no nos quedaba más remedio que confiar….
No estoy en Italia para aportar mis fantasías al proyecto de Bidjocka, y me da rabia, lo confieso. Aunque, quién sabe, tal vez, algún día, yo también meta mis escritos en una cápsula del tiempo y los entierre para que alguien o algo los descubra con el paso de los años, los lea y, con suerte, si consigue descifrarlos y entenderlos, exclame: “Me ha hecho soñar”. Sólo por eso, habrá merecido la pena escribir e inspirar.