MADRID, DESDE OTRO PUNTO DE VISTA

Madrid desde la 903. Copyright fotos: Teresa Morales

En el número 11 del Paseo de Recoletos hay una iglesia, la de San Pascual. Cerca de ahí, a solo algunas manzanas, existe un edificio antiguo en el que está la sede de un grupo editorial en el que trabajé, el estudio de una diseñadora amiga a la que adoro, y la diosa Cibeles con sus leones sobre los que, una vez, alguien quiso hacerme el amor. San Pascual, al parecer, trabajó como pastor de ovejas desde los 7 años hasta los 24. Dicen que su apodo de bailón le viene porque en una ocasión, un hermano religioso se asomó por la ventana y vio a Pascual danzando ante una imagen de la Virgen mientras le decía: "Señora, no puedo ofrecerte grandes cualidades, porque no las tengo, pero te ofrezco mi danza campesina en tu honor". Más allá de vidas y milagros de devotos y santos, tengo la impresión de que quien edificó la iglesia estaba inspirado por el interior de los templos barrocos romanos que salpican de aromas a incienso y misticismo el entramado de la Ciudad Eterna. Porque la sensación cuando se entra es que en vez de estar en el centro de España estás en la Piazza del Popolo o sentada en la Santa Rita de Via del Corso.

Unas navidades me colé en la parroquia de San Pascual. Hace más de año y medio de aquello. Recuerdo que buscaba un refugio de silencio con el que consiguiera desconectar un poco, sólo un poco, del ruido del tráfico, los escaparates, los fashionistas y demás fauna y decorados de la capital. Después del mendigo de la puerta que me saludó atentamente, la segunda persona que vi fue una mujer mayor sentada en el último banco. Susurraba sus plegarias, en un tono imperceptible para su propio oído y muy audible para quienes estábamos cerca. En el penúltimo banco, una señora que rozaba los cincuenta años. Traje de chaqueta y maletín. Directiva, tal vez, de una de compañía de seguros que tiene sus oficinas en un palacete con muros adyacentes al convento de las franciscanas descalzas. Imaginé que pedía por el bienestar de sus hijos, tal vez los exámenes pendientes o un tipo de consuelo con las iniciales a de armonía y p de paz para que la separación de los padres no les dejara huella. También había un hombre de mediana edad, bien vestido, pero sin ambiciones de jefatura. No le puse motivo a su presencia, sino una inercia, como un gesto mecánico en su hora del desayuno o en su paseo diario entre encuentro gris y reunión densa. Y allá, enfrente de una pequeña capilla dedicada a San Antonio, una joven. No rezaba, ni siquiera miró al santo con la devoción desesperada de quien busca apoyo. Sólo le miró, sonrió y depositó un papel a los pies de la talla de madera. Me quedé mirándola un buen rato. Luego recogió su paraguas, se dio media vuelta y enfiló el pasillo lateral en dirección a la puerta de salida. Pasó justo a mi lado. Olía a violetas y sueños…

He estado imaginándome la historia de aquel pedacito de papel sin llegar a tener una certeza de lo que allí estaba escrito. Hasta el otro día, cuando, desde la terraza de la 903, con Madrid a mi alcance, observé el lugar exacto donde se ubicaría la fachada de San Pascual. Le conté la historia a mi acompañante. ¿Y tú qué crees que fue lo que escribió? pregunté. No lo sé, dijo. Madrid se fue cubriendo de azul añil y un horizonte rosa. Los aviones cruzaban el cielo en la misma dirección y desde la tierra se veía lo que podía haber sido el fotograma de una carrera de velocidad o una persecución celestial en fila india. El aire apareció en escena y se coló entre las macetas y las maderas, apagó una vela, sonó el timbre de la habitación, el camarero dejó la cena en la mesa de la suite, Nina Simone cantaba That's him over there, el corcho de la botella de vino danzaba sobre el cristal de la mesa y alguien cogió mi mano y la acarició. ¿Sabes? Tal vez era una carta de amor o, quién sabe, una carta de despedida. Pero, seguramente, de alguna u otra forma, su mensaje también era una nota de agradecimiento, comentó. Sí, yo también creo que a su manera dio las gracias, añadí. Me llevé la copa a los labios, degusté aquel frío y amable Perro Verde sin cosecha definida, sentí las caricias, evoqué aquel aroma de violetas de un año y medio atrás y entonces caí en la cuenta de que la sonrisa de aquella joven estaba perfilada con esperanza y notas de libertad. Sea lo que fuera, estoy convencida de que Madrid y sus santos se lo habrán dado porque detrás de esa fachada de ambición, competición, asfalto y anonimato, la ciudad también posee rincones de bondad, magia, amor y mucho encanto. Doy fe de ello.