EL VIENTO ENTRE EL MAIZAL

Ávila. Copyright fotos: Teresa Morales

"En la estación de ferrocarriles más bonita de España, había besos de cine y abrazos de película". Esta era la frase inicial que mi tía Margaret usaba cada vez que quería contarnos una historia romántica. Seguramente se refería a la estación de su pueblo, a la que aún le quedaban azulejos pintados a mano y radiadores de hierro en el vestíbulo. Por allí pasaban los trenes que unían el norte y el sur, el este y el oeste, convirtiendo una aldea de apenas tres mil habitantes en el centro de reencuentros y ombligo de un país en constante movimiento. Mis primos y yo, cuando escuchábamos sus historias, imaginábamos a los viajeros, apeándose de un cercanías o un regional, sonrientes, en busca de alguien que les esperaba. Aquella estación se construyó a finales del siglo XIX, cuando las primeras líneas unían los pueblos de Castilla con la punta más oeste de Galicia y el mismísimo rey inauguró un tramó por el que circulaba la locomotora 157. Hasta hace bien poco, todavía quedaban los restos del pequeño huerto y los depósitos de agua, dos en concreto, que surtían a las máquinas de vapor. Hoy, mientras escribo esto, recuerdo la cantina en la que, hasta no hace mucho, aún desayunábamos torrijas los días de Semana Santa y en las tardes de invierno, cuando la niebla se confundía con las heladas, saboreábamos un chocolate caliente con picatostes. Manjares que sólo tía Margaret nos permitía para alimentar nuestros caprichos y aprovechar, así, una audiencia agradecida, entretenida y amable, que la miraba y escuchaba entre churretes de cacao y aceite. "Y un día, ella regresó, muchos años después. Lo hizo engalanada en trajes de seda y escoltada por baúles más propios de una artista del nuevo continente que de una provinciana. Bajó del tren, con la mirada envuelta en una nostalgia de la que nunca se separó, y lo vio. Allí, de frente, esperándola con la misma ilusión que el primer día cuando la conoció". Los relatos de sus parejas ficticias a los que ponía adornos de galanes y estrellas de cine nos apasionaban, emocionándonos hasta límites insospechados. En la cantina sólo se oía el tintineo de las cucharas contras las tazas y afuera, el sonido atronador de las ruedas metálicas sobre los raíles. "¿Y qué pasó, tía Margaret?", le preguntaba. La gran dama de la palabra sonreía y nos guiñaba un ojo, convencida de que había inyectado la curiosidad en nuestras pequeñas mentes. "Como siempre, disfrutaba de unos días de ocio y ocupaba su tiempo entre las citas sociales y sus compromisos en el balneario al que acudía para olvidarse del trasiego de la ciudad. Los dos disfrutaban de un tiempo especial e íntimo construido con mimo y paseos por la orilla del río. Él le enseñaba sus avances en el viejo molino de su padre. Y ella le decoraba los rincones de la casa con tejidos y objetos traídos de sus viajes a tierras lejanas. Después, volvía a coger el tren y se iba otra temporada". En ese momento, nuestras caras languidecían y algunos, como mi prima Stella y yo, bajábamos los párpados con una tristeza infinita. "Sin embargo..." Y era ahí, cuando tía Margaret recuperaba nuestra atención y nos hacía revivir. "Un año, ella se quedó. Bajó del tren, se acercó a él, que la esperaba con la misma ilusión del primer día cuando la conoció, y le dijo: Hoy, desde el tren, he visto el viento entre el maizal. Ha sido mágico. No hubo más palabras entre ambos, tan sólo un beso de cine y un abrazo de película".