A LOMOS DE LA LETRA DE UNA CANCIÓN

Ávila. Copyright fotos: Teresa Morales

En Avila amaneció un día gris, cubierto por las nubes gélidas del final del otoño. Un paisaje húmedo y en algunos rincones aún mojado por la lluvia nocturna que nos visitó inesperadamente, sin llamar. Media hora más tarde, entre maullidos tiernos y arrumacos felinos con la deidad hindú que se mueve por casa con sigilo y elegancia, entró un rayo de sol por el cristal de la ventana. Las escasas hojas que aún se mantienen unidas a las ramas de los árboles del jardín se movían despacio, dejando en el aire una estela delicada de tonos ocres y rojizos. Al poco, sonó el timbre y salí. Un desayuno con mi mejor amigo, ángel de la guarda y alma gemela, que nos dejó el gusto por los momentos entrañables que no necesitan más de media hora para aumentar las dosis de felicidad. Y mientras conducíamos nuestras sonrisas por la tranquilidad pétrea de esta ciudad, que quiera o no sabe a recogimiento y espiritualidad, se coló la voz de Manolo García y la preciosa música que acompañaba a una letra poética. Fuera ruge el viento limpio y sueño que es un himno excelso y nuevo, un clamor, una llamada a la razón, a romper las barreras del miedo. Sí, el amor es poliédrica entrega que arma las torres más altas del mundo. Subimos el volumen y volvimos a escucharla en el interior de un coche que se deslizaba sobre adoquines e historia. A la derecha, se levantaba la basílica de San Vicente, con el tronco de un árbol que una vez fotografiamos nevado y decoró las paredes de nuestro salón. Al frente, las murallas que se construyeron para defender y hoy sirven para cobijar. Y un poco más allá, los nidos vacíos de las cigüeñas sobre los pináculos de la catedral, a la espera de que regresen en febrero o, si hay suerte, y la habrá, para antes de Navidad. Caminé por las calles y callejuelas con la sensación de que flotaba. A mi paso vi una monja de un convento de clausura que despedía a un repartidor; saludé a un anciano que observaba el reloj en busca del tiempo que le faltaba para llegar a cualquier hora; admiré a una señora con muleta que se esforzaba por caminar y conseguir llegar por sí misma a algún lugar; leí cientos de carteles de Se Alquila y Se Vende; bendije los aromas de las pastelerías del casco viejo, a dulces con yema de huevo y azúcar glasé; me entristecí con los cristales rotos de las ventanas de los áticos deshabitados; dibujé mentalmente el perfil de una mujer que leía La Sombra del Viento; y aprecié el valor de un hombre mayor al que la vida le había dado sabiduría y le había arrebatado la visión. Me llegaron algunos fragmentos más de la canción: Juré sentirme gentil viajando hacia el sol, ser el gimnasta de circo que cree que fortalece sus músculos y en realidad fortalece su templanza, sus emociones... Y me subí a lomos del silencio y la compasión. Surqué el cielo raso del Valle Amblés, crucé ríos y sobrevolé el cerro Hornillos donde nace un río y muere el estrés. Llegué hasta el molino del tío Alberto decorado con plantas que crecían dentro de latas viejas de conservas y me paré en lo alto de Peña Negra donde los pájaros se confunden con los parapentes. Recordé el día que desde allí quise volar y el viento no me dejó... Apareció otra vez Manolo García con su buen hacer. Y sí, el amor es poliédrico y la piedad ha escalado las cumbres más altas del mundo. Alegría y mesura es lo único incierto que nos puede ayudar... Él se fue, tarareando el estribillo al compás de la fuerza de su propia inspiración. Y yo me quedé unos minutos más en aquel remanso de paz, no a lo lomos, pero sí al lado, del silencio y la compasión.