En la iglesia de San Nicola dei Prefetti hay una imagen de la virgen María que durante la época navideña preside un nacimiento que un prete decoró con devoción. Entré porque el templo estaba de camino a mi antigua casa, hacia donde me dirigía para reencontrarme con mis ex vecinos, hoy amigos y protectores. Llegué al final de la liturgia, cuando el sacerdote ofreció su bendición. Aún así, me dio tiempo a admirar a la mismísima Madonna y calentar el cuerpo, antes de que los fieles salieran cabizbajos y reflexivos al frío húmedo del diciembre romano. A los pies de la purísima, un pequeño papel doblado en cuatro y decorado con una chapa de lo que parecía el logo de Martini, si no fuera porque en el centro se leía Infinity. Una plegaria, seguramente, de algún joven que no encontraba la salida de ese jardín de puertas abiertas que la vida le fue serpenteando como un laberinto. El otro día leí que los ratones tardaban una semana en encontrar el camino correcto para salir de un laberinto. Esto según los científicos, claro. Imagino que el experimento está basado en situaciones normales, porque si hubiera un gato persiguiendo a los roedores, apostaría a que tardarían cero coma segundos en encontrar la escapatoria o si no, aprenderían a saltar los setos, las vallas y las paredes laberínticas por muy altas que estas fueran. El instinto de supervivencia es lo que tiene, que deja atónitos incluso a los más avispados científicos de laboratorio. Como atónita me he quedado yo cuando me contaron la historia de la nieta de Hemingway que se suicidó (siguiendo los pasos de su abuelo) un día antes del aniversario de la muerte de éste. Para contribuir a la leyenda, la nieta del escritor era disléxica y, dicen, fue por esto (entre otras razones, imagino) que apenas leyó las obras de su pariente. Me fascinan las casualidades y las fechas que se repiten, las cadenas que no somos capaces de romper y las sincronías que se aposentan delante de nuestros ojos como señales amarillas del camino de Santiago. Camino que, por cierto, pasa por El Bierzo, uno de los lugares más mágicos de León, donde reina aún la herencia paisajística fruto de la avaricia del imperio romano en ese fascinante lugar llamado Las Médulas; y donde los templarios se aposentaron en la Edad Media para proteger al peregrino. En Molinaseca hay también una iglesia dedicada a San Nicolás cuyas campanas repican a las horas, a las medias y a los cuartos, en verano y en invierno, de día y de noche, doy fe de ello. No muy lejos de ahí, en Villafranca, un antiguo monasterio, hoy convertido en hospedería y restaurante para completar la oferta hotelera de la aldea, guarda los secretos y las historias (siempre en silencio) de los jesuitas que habitaron el edificio allá por el siglo XVII. Después de que fueran expulsados, la antigua parroquia de San Nicolás ocupó la iglesia y acabó cediendo un nombre aunque no un santo porque, por esas cosas de la vida, no hay imagen del susodicho en ninguna capilla, sino una talla impecable del patrón de la localidad, el Cristo de la Esperanza. Al que no vi, pero a quien me imaginé y a quien, seguramente, algún devoto en peregrinación hacia el abrazo del apóstol dejó algún papel doblado en cuatro a modo de plegaria y quizás, también, una chapa con la palabra Infinity haciendo referencia a un camino que cuando se recorre en buena compañía se convierte en paseo fácil y agradable, con un principio y sin un final.
EL CAMINO Y SAN NICOLÁS
Piazza Farnese. Roma Copyright fotos: Teresa Morales