En
lo alto de la colina en la que se hallaba la ermita, había una casa, algo más
apartada, es verdad, pero se encontraba muy cerca de aquel lugar sagrado al que la mayoría de
las personas de la ciudad acudían en peregrinación, todos los días pares del
año. En la casa, no muy grande, habitaba una dama extranjera que había llegado
proveniente de su Dinamarca natal. Decía que en su país el frío era realmente
desolador y, por eso, decidió que incluso en la meseta castellana, dura y austera,
los días serían, en comparación, casi tan tropicales como los que ella pudo
disfrutar durante años en los periplos que realizó por América y gran parte de
África. ¡Qué ironías!, pensé. A mí, se me hacía gélido el invierno cada vez que
regresaba a casa para descansar o reponer fuerzas antes del próximo viaje. Sin
embargo, ella asumía el hielo y la nieve como un maná cálido y acogedor.
Un
día fui a verla. Llamé al timbre y me abrió. Vestía un mono entero de color oscuro con
pantalón de campana, al estilo de los diseños de los años 50. Llevaba el pelo
recogido y una sonrisa radiante. Pasa, te estaba esperando. Dentro, el olor a
libros invadía las diferentes estancias, desde el salón hasta la cocina. Cerca
de la ventana, una mesa. Y sobre el tablero de madera, varias hojas en blanco,
otras tantas escritas y una pluma y un tintero que más parecían un adorno retro
que un instrumento real del presente. Aquello era una invitación a escribir
aunque, tal y como me dijo, era una invitación a viajar. Cada vez que salgas,
aunque sea con la imaginación, cuéntalo. En todo hay una historia. Decía. Supe
que se llamaba Karen, aunque ella prefería reservar aquel nombre para los más
íntimos.
Pienso
en esta mujer, real aunque también imaginada, todos los días, cada vez que
entro en mi despacho. Así que hoy, le haré caso y contaré. Hay un bosque, no muy
lejos de aquí, al que acuden gorriones, pequeñas rapaces, conejos, colirojos y
hasta pájaros carpinteros. Los domingos por la mañana suele estar muy
concurrido por deportistas, amantes del footing y de las bicicletas de montaña.
También por simples paseantes y por algún que otro apasionado de la naturaleza
que, apoyado en alguna vara de cerezo o nogal, se entrena, paso a paso, para,
algún día, hacer un camino mucho más largo. A una hora en coche de aquel lugar,
se encuentra Gredos. Una cadena montañosa que sigue manteniendo sus vestigios
glaciares. En verano, sobrevive gracias al aire puro que se intensifica entre
los miles de pinos que decoran los valles. En invierno, el hielo y la nieve lo
cubre formando una capa de riesgo y de peligro que aumenta la atracción de los
alpinistas y de algún que otro curioso. Como
yo. Llegué hasta la plataforma, subí hasta las primeras curvas del sendero que
lleva hasta el Refugio, me paré en la orilla del río y respiré. Sobre mí, lejos,
muy lejos, pero sobre mí, en silencio y con solemnidad, un águila real. Y allá,
entre las rocas de granito que salpican el cauce del arroyo, decenas de cabras
hispánicas, ágiles y observadoras. Una sensación, la de libertad. Un
sentimiento, el de unidad con todo aquello. Una idea… volver. Salir, sentir y
contar.