HISTORIAS DE VIAS ESTRECHAS

Via G. Oberdan. Bologna Copyright foto: Teresa Morales. 

Encima de la tienda de las jaulas blancas, perchas y complementos con estilo victoriano, un propietario bolognese arrendó su vivienda, en el primer piso de un palacio del novecento, a una joven americana, rubia y delgada, estudiante internacional de sociología. Ella, que apenas había alcanzado la treintena, se había recorrido ya la mitad del mundo con una mochila a cuestas en la que guardaba, en cada viaje, un par de cuadernos azules y una camiseta desteñida y agujereada con el número 32. 
La mañana de un jueves de marzo decidió repasar los últimos capítulos de sus apuntes sentada sobre el quicio del gran ventanal del salón. Respirando el aire libre que circulaba por la via Guglielmo Oberdan y al calor de unos primeros rayos de sol que pillaron a todos por sorpresa. Desde allí podía ver a quienes entraban y salían del Hotel Corona D’or, a los que acudían a San Martino con rostro místico, a los que curioseaban el patio del ristorante Teresina y hasta quienes, cargados de bolsas, venían de la concurrida Rizzoli hacia via Irnario para coger algún autobús.
El capítulo catorce de sus apuntes hablaba sobre los movimientos migratorios, sus causas, sus consecuencias, sus razones y circunstancias medioambientales. Y de pronto, como un flash sin motivo lógico aparente, se acordó de aquellos días caminando por los senderos que conformaban el histórico y energético Camino de Santiago. Entonces, visualizó su mochila roja, la vara de nogal que le había regalado un anciano, dos nueces, una credencial con más de veinte dibujos de los sellos de los albergues y la camiseta con el número 32. Gris con el texto en blanco. Sonrió. Bajó la cabeza. Y su mirada se cruzó con la de una mujer de mediana edad que buscaba en lo alto de las fachadas lo que no encontraba a ras de las aceras.  Llevaba una pequeña cámara de fotos en el bolsillo del pantalón, por lo que dedujo que era una turista. Y una Moleskine en la mano derecha por lo que intuyó que, en algún momento, se sentaría a escribir dejando sobre un fondo blanco las impresiones de aquella ciudad roja. Situaciones y experiencias como la que había vivido aquella misma mañana, a tan sólo diez minutos de ahí. Una plegaria en una capilla oscura de San Petronio, a la tenue luz de las velas que iluminaban un Sagrado Corazón que irradiaba amor y compasión. Pero esa era la historia de aquella mujer de mediana  edad, mientras que la de la joven se quedaba inscrita sobre el quicio de una ventana de un gran salón, justo encima de una tienda adornada de jaulas, pomos y complementos blancos de estilo victoriano en mitad de esa estrecha y concurrida via bolognesa a la que le dieron el nombre de aquel mártir del irredentismo italiano, Guglielmo Oberdan.