Por la mañana, me encontré en la biblioteca con un señor mayor al que hace un par de semanas ayudé. Él necesitaba sacar algunos libros y yo se los facilité puesto que entre tanta estantería y tanto código, el caballero andaba un poco perdido. Hoy venía a devolverlos. Me reconoció y me saludó. Me dedicó una sonrisa amplia. Y me recomendó los libros. "Muy buenos. Debes leerlos. Te vendrán bien. Te ayudarán", me dijo. Como si él supiera todas las incertidumbres que habían aceptado mi mente como el cuarto de estar. Le sonreí. "Ahora mismo los saco", le contesté. Entonces, me solicitó que le recomendara alguno para leer. "Confesiones de San Agustín", le sugerí. Nos dedicamos varias sonrisas y compartimos cinco minutos delante del mostrador de la biblioteca mientras la funcionaria de la mañana no daba crédito a aquella complicidad entre dos desconocidos. Quizás, también, porque estábamos ocupando el lugar por el que otros necesitaban pasar para depositar los préstamos. Ambos, con nuestras recomendaciones bien anotadas en un trozo de papel, nos dimos media vuelta y fuimos a la zona de los libros para adquirir nuestras próximas lecturas. "Si necesita que le ayude a sacarlos, me dice", le comenté. "Ya, ya lo sé que me ayudarías. Pero ya me echa una mano el que está abajo, que le conozco". Y nos sonreímos, dedicándonos un buen día, y una feliz y reconfortante lectura.